domingo, 26 de diciembre de 2010

JACQUELINE DE ROMILLY

IN MEMORIAN[0]

(1913-2010)




El pasado sábado 18 de diciembre falleció en Paris a sus 97 años Jacqueline de Romilly. La gran especialista en lengua y civilización griega antigua, primera mujer profesora del Collège de France (1973-1984) a cargo de la cátedra Grecia antigua y la formación del pensamiento moral y político y el miembro más antiguo de la Académie française desde la muerte de Lévi-Strauss, nos lega tras su partida una juiciosa obra que nos brinda un panorama honesto de la antigua Grecia alejado del boom sensacionalista habitual en nuestros días. El domingo en la mañana su editor Bernard de Fallois anunciaba la triste noticia mientras que Francia consternada se levantaba. La respuesta en los principales medios no se hizo esperar desde el presidente Sarkozy hasta el mismo Collège de France. Se destacan las palabras de Frédéric Mitterrand ministro de la Cultura: “desapareció uno de los grandes espíritus de nuestro tiempo […] Maestra en estas humanidades que enseñaba desde hacia tanto tiempo Jacqueline de Romilly era una humanista por excelencia […] su ciencia del pasado hacía de ella una mujer eminentemente actual”[1].


Nació en el seno de una familia judía el 26 de marzo de 1913 en la localidad francesa de Chartres (Eure-et-Loir) de padre profesor de filosofía y madre escritora. Jacqueline fue la primera mujer admitida en la l'Ecole normale supérieure en 1933, luego a la agregación en Letras en 1936. A partir de 1939 empieza a trabajar como Profesora de liceo, en 1951 es nombrada como profesor titular de lengua y literatura griega clásica en la Facultad de Letras de la Universidad de Lille y luego en la Universidad de Paris Sorbona desempeña la misma cátedra entre 1957 y 1973. Posteriormente fue la primera mujer elegida en la Académie Des Inscriptions et Belles-Lettres (1975) y la segunda, después de la escritora Marguerite Yourcenar, en ocupar un asiento en la Académie française (1989). En 1995 recibe la nacionalidad griega, es nombrada embajadora del helenismo en el 2000 y en el 2007 recibe por parte del gobierno francés la Gran Cruz de la Legión de Honor.



Como no recordar a Jacqueline de Romilly por un hermoso y riguroso trabajo: Los grandes sofistas en la Atenas de Pericles[2] obra en la que se muestra acertadamente el papel de los sofistas -vituperados por la tradición como “mercaderes del saber”- en el desarrollo intelectual de Atenas en el siglo V a.C. que cualquier interesado en la antigüedad clásica no debe dejar de leer. Muchas son en esta medida las obras que tan brillante mujer nos ha legado en una profusa producción académica como profesora por más de 60 años además de una valiosa traducción del griego ático al francés de La Guerra del Peloponeso[3] de Tucídides reeditada en tres tomos por Belles Lettres en 2009. El historiador ateniense, objeto de su tesis doctoral, ocupo un lugar importante en su producción académica además del teatro de Esquilo y Eurípides y la figura de Homero y Alcibíades entre diversos temas de la antigua Grecia que ocupan más de sesenta obras de las cuales algunas se han traducido al español.

En sus últimos mostró una gran preocupación por ver como declinaba considerablemente el estudio de lenguas clásicas como el griego. Aunque siempre mantuvo un optimismo y una pasión que se vieron reflejados en sus estudios sobre helenismo más maduros. “Haber sido judía bajo la ocupación, acabar sola, casi ciega, sin hijos ni familia, ¿es sensacional? Pero mi vida de profesora ha sido, de un cabo al otro, lo que yo deseaba” eran las palabras que recordaba el diario francés Le Figaro[4] de Jacqueline al recalcar la tenacidad de su carácter como académica.


Obras en español

¿Por qué Grecia? Madrid: Debate, 1997, 263p.

Alcibíades o los peligros de la ambición. Barcelona: Seix Barral, 1996, 277p.

La ley en la Grecia clásica. Buenos Aires: Biblos, 2004, 179p.

El tesoro de los saberes olvidados. Barcelona: Península, 1999, 205p.

La Grecia antigua contra la violencia. Madrid: Gredos.

Algunas obras en francés

Thucydide et l'impérialisme athénien, la pensée de l'historien et la genèse de l'œuvre, thèse de doctorat, 1947 ; 1951 ; Belles-Lettres, 1961

Histoire et raison chez Thucydide, Belles-Lettres, 1956 ; Belles Lettres, 1967, coll. Études anciennes, 314 p.

La Crainte et l'angoisse dans le théâtre d'Eschyle, Belles-Lettres, 1958

L'évolution du pathétique, d'Eschyle à Euripide, PUF, 1961

Nous autres professeurs, Fayard, 1969

La Tragédie grecque, PUF, 1970 ; 1982

Le Temps dans la tragédie grecque, Vrin, 1971

La Loi dans la pensée grecque, des origines à Aristote Belles-Lettres, 1971

La douceur dans la pensée grecque, Les Belles Lettres, 1979

Patience, mon cœur » : l'essor de la psychologie dans la littérature grecque classique, Belles-Lettres, 1984

Sous des dehors si calmes, de Fallois, 2002

Une certaine idée de la Grèce, de Fallois, 2003

De la Flûte à la Lyre, Fata Morgana, 2004

L'Invention de l'histoire politique chez Thucydide, ENS, 2005, coll. Études de littérature ancienne, 272 p.

L'Élan démocratique dans l'Athènes ancienne, de Fallois, 2005

Les Roses de la solitude, 2006 ; LGF, 2007, poche, 153 p.

Dans le jardin des mots, 2007

Le Sourire innombrable, de Fallois, 2008

Petites leçons sur le grec ancien, avec Monique Trédé-Boulmer, Stock, 2008 ; LGF, 2010, poche, 148 p

La Grèce antique : Les plus beaux textes d'Homère à Origène, Bayard Centurion, 2003, cloo. Compact, 900 p



[0] Por Fernando Alba. E-mail: nelsonalba@hotmail.com

[1]Mitterrand : Jacqueline de Romilly était "un des très grands esprits de notre temps. En: Le Point.fr [En Línea] capturado el 20 de diciembre. Disponible en: http://www.lepoint.fr/culture/mitterrand-jacqueline-de-romilly-etait-un-des-tres-grands-esprits-de-notre-temps-19-12-2010-1277144_3.php


[2] DE ROMILLY, Jacqueline. Ibíd. Barcelona: Seix Barral, 1997.

[3] Thucydide, La Guerre du Péloponnèse, édition bilingue français-grec, Belles Lettres (1re éd. : 1953-1972), 2009, coll. Classiques en poche.

[4] L’academicienne Jaqueline de Romilly est morte. En. Le Figaro [En Línea] capturado el 20 de diciembre. Disponible en:http://www.lefigaro.fr/culture/2010/12/19/03004-20101219ARTFIG00036-l-academicienne-jacqueline-de-romilly-est-morte.php







jueves, 9 de diciembre de 2010

ONFRAY: Manifiesto por la vida filosófica











Por Michel Onfray [1]


Leyendo a Homero, soñaba con las sirenas que fascinan a los hombres con sus voces embrujadoras y abandonan, al alba, en los prados que bordean al mar, las osamentas de los imprudentes que sucumbieron a la tentación; encontré tomando notas de Diodoro de Sicilia y Filón de Alejandria, a Pasífae enamorada de un toro divino hasta el punto de pedir al ingenioso Dédalo la fabricación de una ternera mecánica como añagaza en la que ella pudiese arrodillar para recibir la simiente taurina y conocer así la voluptuosidad de las bestias; seguí con Ovidio la metamorfosis de Tiresias, hombre transformado en mujer durante siete otoños por haber desapareado en el bosque a dos serpientes enlazadas, personaje cuya experiencia enseña cómo el placer de las mujeres es nueve veces superior en intensidad al de los hombres; he amado a Argos, el perro de Ulises, cubierto de piojos y tirado sobre el estiércol, desconsolado por la desaparición de su dueño durante dos decenios y muerto después de haberlo reconocido.

Siempre he sentido el interés más vivo por estas figuras, pues ellas expresan nítidamente desde los tiempos más antiguos el ineluctable y peligroso placer del deseo, la naturalezaradicalmente animal del placer, la irreductibilidad del cuerpo del hombre al de la mujer y, finalmente, la fidelidad como un asunto exclusivo de la memoria. Con estas cuatro certezas, modestas pero definitivas, me consolé un poco de no haber podido nunca resolver verdaderamente por mí mismo -es decir, bajo el puro ángulo masculino- cinco o seis cuestiones, especialmente las siguientes: ¿qué es una mujer?;¿qué se puede planear con el cuerpo del otro que no se sitúe trágicamente bajo el signo de la guerra, del conflicto, y que no tienda por ello a la petrificación en los modelos seculares de la pareja, del matrimonio, de la monogamia, de la procreación y de la fidelidad?; ¿adónde apuntan las semejanzas, dónde se manifiestan las desemejanzas ontológicas entre lo masculino y lo femenino;¿qué pueden y qué quieren los cuerpos del uno y de la otra?;¿las ganas de tener hijos es solamente un deseo femenino que los hombres toleran?;¿el deseo y el placer son sexuados?

Las respuestas contemporáneas a estos enigmas de siempre no cesan de recubrir las preguntas antiguas, como para mejor oscurecer los interrogantes y hacer posibles las soluciones, que no obstante necesitamos: las teorías consumistas de la seducción, el erotismo como aprobación de la vida hasta en la muerte, la sombra producida por el falo del Padre todo poderoso, el deseo instalado de manera cesariana en el inevitable registro re la falta, el rostro que surge en la luz fenomenológica, los gozos activados del falogocentrismo, la triangulación del deseo mimético, la teología negativa de Bafomet, el olor del agua bendita de los devotos de la experiencia-límite, el dispositivo pulsional disparándose al paso de las maquinas deseantes, todos estos archivos recientes, aunque agotados, apagan la voz hoy inaudible pero sin embargo genealógica de los filósofos paganos anteriores al cristianismo, en los cuales encuentro con verdadero contento una materia primitiva susceptible de ser reclamada ahora de manera oportuna. Bajo el fárrago genealógico moderno, la Antigüedad cristalina persiste para ser remontada y restaurada desde la perspectiva de una arqueología reconstructiva.


En este proyecto de regreso a lo antiguo no se trata de realizar un trabajo de exegesis semántica, ni de crítica al modo talmúdico de los textos o de las fuentes, ni de menos comentarios fisiológicos o parafrásisticos plagiados de las costumbres de la tribu universitaria, que se justifican en una retahíla interminable de bibliografías: el texto original vale parta mí como depósito de sustancias esenciales –del engrudo a veces grumoso de los paladines del ideal ascético y colectivo, pero también de la pólvora y de la dinamita de los partidarios del ideal hedonista e individualista-.

El corpus filosófico antiguo funciona de manera extremadamente activa para quien se apropia de él y aspira a una verdadera complicidad intelectual. A mi modo de ver, los pensadores griegos y latinos pertenecen más a los lectores que les piden ayuda para su vida cotidiana que a los forenses que los confiscan para realizar sus lecciones universitarias de anatomía en la atmósfera confinada de las cátedras de la corporación. A Lucrecio hay que vivirlo más que leerlo –y leerlo debe encarase únicamente desde la perspectiva de practicarlo-.

Esta Teoría del cuerpo enamorado procede, pues, del trato con los filosofos de la Antigüedad y también del trato con los autores de esa época que merodean en torno al universo de los pensadores: poetas, fabulistas médicos, historiadores, naturalistas o teólogos. Bajo el signo del bestiario filosófico elaborado tanto por Arquíloco como por Aristóteles, Eliano, Plinio, Esopo y Fedro, la platija platónica, el elefante monógamo y la abeja gregaria que permiten proponer una deconstrucción del ideal ascético, mientras que el pez masturbador cínico, el cerdo epicúreo y el erizo soltero me autorizan a descristianizar las moral desde la perspectiva de una formulación de un materialismo hedonista. En este zoo metafórico de tres zonas, los animales intervienen seis veces según los pliegues de un ritmo contrapuntístico.

Una genealogía del deseo, una lógica del placer y una política de las disposiciones permiten reflexionar, de manera entrecruzada sobre el papel de la falta, del ahorro y del instinto, el gasto y el contrato en la línea del materialismo hedonista. El conjunto brinda menos una respuesta precisa a las preguntas que siempre me he planteado sobre las mujeres que una tentativa de resolver de manera sosegada el problema de la posible relación entre los sexos. ¿Cómo hablarse para entenderse, encararse sin desfigurarse el rostro, mirarse para quizás tocarse, aprehenderse sin tratarse con dureza? ¿De qué manera amar sin renunciar a la libertad, a la autonomía, a la independencia –y tratando de preservar siempre los mismos valores en el otro-? ¿Se puede conjurar y desmovilizar la lucha y la guerra en provecho de empresas más dulces y más gozosas? ¿Cómo impedir la relación sexuada que sucumbe a la atracción de la violencia?

Para poner un nombre a esta intersubjetividad libertaria cuyo acto inaugural encuentro nítidamente formulado en Lucrecio, me gustaría poder recurrir sin ambigüedad al concepto moderno de libertinaje. Pero actualmente el lastre de la aceptación trivial pesa demasiado sobre esta noción para que pueda utilizarla reivindicado sólo mi inquietud por la etimología. De otro modo este libro habría podido titularse Tratado de libertinaje. Pues el libertino, en el primer sentido del término, designa al libertino que no pone nada por encima de su libertad. Nunca reconoce ninguna autoridad susceptible de guiarle, ni en el terreno de la religión, ni en el de las costumbres. Vive siempre según los principios de una moral autónoma lo menos apoyada posible en la dominante de la época y de la civilización en la que se mueve. Ni los dioses ni los reyes consiguen sujetarlo –menos aún, pues uno o una compañera en una historia amorosa, sensual, sexual o lúdica-. Así, siguiendo el espíritu de la palabra, el libertinaje –ese arte de ser uno mismo en la relación con el otro- encuentra singularmente su primera forma en el materialismo hedonista epicúreo, y más precisamente en el gran poema de Lucrecio De la naturaleza de las cosas.

El primer paso de mi andadura supone la deconstrucción del ideal ascético: para llevarlo a cabo, trataremos de acabar con los principios de la lógica renunciante que tradicionalmente relacionan el deseo y la falta para después definir la felicidad como lo completo o como la realización en, por y para el prójimo; evitaremos sacrificar la idea que la pareja fusionada propone la fórmula ideal de esta hipotética cima ontológica; casaremos de oponer encarecidamente el cuerpo y el alma, pues este dualismo, que ha resultado un arma de guerra temible en manos de los amantes de la autoflagelación, organiza y legitima esa moral moralizadora articulada sobre una positividad espiritual y una negatividad carnal; renunciaremos a asociar hasta la confusión el amor, la procreación, la sexualidad, la monogamia, la fidelidad y la cohabitación; recusaremos la opción judeocristiana que amalgama lo femenino, el pecado, la falta, la culpabilidad y la expiación; se estigmatizará la convivencia entre el monoteísmo, la misoginia y el orden falocrático; fustigaremos las técnicas de autodesprecio puestas en circulación por las ideologías pitagóricas, platónicas y cristianas –continencia, virginidad, renuncia y matrimonio-, sobre cuyo espíritu se ha erigido nuestra civilización; subvertiremos la familia, esa célula básica primitiva de la política estructuralmente apoyada en ella. Varios siglos de judeocristianismo pueden comprenderse así y luego ser anulados.


Mi segundo paso, afirmativo, propone una alternativa al orden dominante gracias a la formulación de un materialismo hedonista: elaboraremos una teoría atomista del deseo como lógica de los flujos que llaman la expansión y necesitan para ello una hidráulica catártica; secularizaremos la carne, desacralizaremos el cuerpo y definiremos el alma como una de las mil modalidades de la materia; propondremos un epicureísmo abierto, lúdico, gozoso, dinámico y poético a partir de los posibles esbozados y ofrecidos por el epicureísmo cerrado, ascético, austero, estático, y autobiográfico del fundador; precisaremos las modalidades de un libertinaje solar y un eros ligero; se invitará a una metafísica del instante presente y del puro goce de existir; tenderemos a un nomadismo de solteros promoviendo a una opción de cíclopes; reactivaremos la teoría del contrato pragmático, utilitarista, deseable y dominado por la voluntad de disfrutar mutuamente; propondremos una opción radicalmente igualitaria entre los sexos y la formulación de un feminismo libertario; reivindicaremos una autentica aspiración a la esterilidad y una práctica de las leyes de la hospitalidad redoblada por una permanente invención de sí; desembocaremos así en una verdadera estética pagana de la existencia. Algunos siglos de judeocristianismo pueden encararse de esta forma y ser rebasados.

Instalada resueltamente en las comarcas antiguas, en guerra contra el modelo ético dominante, mi propuesta reanuda sin ambages el trato con el proyecto de todas las escuelas helenísticas: hacer posible la vida filosófica. Y para ello, ha de quererse abiertamente el fin de la vida mutilada, fragmentada, explotada y dispersada que fabrica nuestra civilización alienante, apoyada en el dinero, la producción, el trabajo y el dominio. La filosofía puede contribuir a este proyecto radical. Mejor aún: debe. En primer lugar, tiene que dejar de contenerse, como lo hace desde hace tiempo, con problematizar, escribir la historia de los problemas y seguir al dedillo la odisea de las querellas, cuando ganaría convirtiéndose claramente en la disciplina de las soluciones, las respuestas y las propuestas.

Por mi parte, no me satisface una filosofía de pura búsqueda que consagra lo esencial de su tiempo y de su energía a reclamar las condiciones de posibilidad, a examinar los zócalos epistémicos sobre los cuales se pueden plantear las cuestiones. Prefiero considerar, en el otro extremo de la cadena reflexiva, la suma de las afirmaciones y de las soluciones útiles para vivir una existencia lanzada a toda velocidad entre dos nadas. La opción teorética produce pensamientos autistas y solipsistas, sistemas y visiones del mundo emparentados con esos puros juegos de lenguaje que están destinados a los especialistas, reservados a los técnicos o confinados en los laboratorios. En el terreno filosófico me interesan prioritariamente los que encuentran más que los que buscan –y siempre he preferido un pequeño hallazgo existencialmente útil que una gran indagación filosófica inútil para la vida cotidiana-. Una anécdota y dos líneas extraídas del corpus cínico me llevan siempre más lejos intelectual y concretamente que las obras completas del conjunto de las producciones del idealismo alemán.


Así pues, tengo nostalgia de la filosofía antigua, de su espíritu, de sus maneras, de sus métodos y de sus presupuestos. La figura de Sócrates ilumina los siglos que siguen a su suicidio inducido, permitiéndonos la acuñación de una forma filosófica inolvidable: la existencia y el pensamiento confundidos, la vida y la visión del mundo imbricados, lo cotidiano y lo esencial mutuamente alimentados. Lejos del profesor de filosofía, del espulgador de textos, del productor de tesis doctorales, del crítico profesional, el filósofo define en primer lugar al individuo que se ejercita en la vida filosófica y que trata de insuflar en los pormenores de su práctica el máximo de fuerzas que alimentan su teoría –y viceversa-. El filósofo se propone la perpetua experimentación de sus ideas y no se pronuncia por ninguna tesis sin haberla deducido de sus propias observaciones.

No hay ninguna necesidad, para ello, de escribir libros, de producir textos, ya que sólo importa la fabricación de una vida que esté conforme con las producciones existenciales que la sostienen. Si la producción de obras contribuye a caso a la estilización de la existencia ¿por qué no? Entonces el escrito formulará las reglas, los medios y las ocasiones para llevar una vida buena, una vida mejor, para ampliar nuestra biografía. La vida filosófica nos obliga a intentar poner en conformidad –no forzosamente con éxito- los propósitos teóricos con los comportamientos prácticos. El verbo apunta a la carne, la palabra tiende a la obra activa, el pensamiento contribuye a la actitud; paralelamente, la carne apunta al verbo, la obra activa tiende a la palabra, la actitud contribuye al pensamiento. Nada esencial se efectúa fuera de este perpetuo movimiento de ida i vuelta entre vivir y filosofar.

Los pensadores de la Antigüedad distinguen entre el sabio y el filósofo según la posición ocupada por cada cual en la travesía de la ascesis existencial: sólo el primero alcanza su objetivo después de haber puesto en conformidad su ideal de existencia sublimada y su inscripción en el mundo trivial; el segundo trabaja, obra y camina hacia ese apogeo ontológico que necesita un constante esfuerzo, una perpetua tensión. El sabio deja tras de sí al filósofo como si fuera una piel antigua, de un antiguo mudo e inútil aunque testigo del trabajo de necesaria autorregeneración, el filósofo aspira al estatuto del sabio y a la serenidad de una vida trasfigurada. Todas las fuerzas movilizadas por el impetrante durante los largos años de experimentación –pitagórica, socrática, cínica, cirenaica, estoica, epicúrea, escéptica, etcétera- se aflojan cuando el esfuerzo se disuelve en el sosiego, la paz del alma, la ataraxia y la calma realizadas. La sabiduría procura un objetivo a nuestra época de nihilismo generalizado, y la filosofía, una vía creadora de potencialidades magníficas para alcanzarlo.

Así pues, el filósofo actúa como médico del alma, como terapeuta, como farmacéutico. Trata y disipa las enfermedades, cura y conjura los trastornos, instaura la salud y despacha los miasmas patógenos. La vida filosófica se convierte en alternativa a la vida mutilada tras la sola decisión de seguir un tratamiento: cambiar la vida, modificar sus líneas de fuerza, construirla según los principios de una arquitectura deudora de un estilo propio. Lo cotidiano fragmentado, reventado e incoherente genera dolores, sufrimientos y penas que atormentan los cuerpos y destruyen la carnes. Entre las almas cascadas, rotas, pulverizadas y los cuerpos medicalizados, psicoanalizados, intoxicados; entre los espíritus frágiles, vacilantes, enclenques y las carnes angustiadas, gangrenosas, putrefactas, la filosofía ofrece la tangente de un camino que conduce al apaciguamiento.


Después de haber escrito un libro sobre la terapia cínica, y antes de publicar otro sobre las hipótesis y el método cirenaico, deseaba examinar las potencialidades del epicureísmo antiguo sin repetir los lugares comunes doctrinarios y ortodoxos sobre el tema. Por esto he leído y releído para este libro muchos textos, canónicos o no, escritos entre el sigo de Homero y el de San Agustín, a fin de tratar de aportar mi respuesta a algunas de las cuestiones: ¿cómo se puede ser epicúreo hoy, generalmente, pero también en el terreno más particular de las relaciones sexuadas y de los cuerpos enamorados? ¿De qué manera podemos leer a Epicuro, a sus predecesores y a sus seguidores materialistas hedonistas? ¿Cómo visitar el jardín en compañía de los poetas elegíacos con el designio de combatir el platonismo ardiente reciclado por teólogos cristianos?

La doctrina del fundador desemboca necesariamente -con ayuda de su débil fisiología y frágil cuerpo- ene ese epicureísmo ascético que celebra la ética de la renuncia; mientras que, viviendo todavía el Maestro, ciertos discípulos ya se apoyaban menos en la letra que en su espíritu y proponían un epicureísmo hedonista al que podemos apelar. El corpus mismo de las cartas y de las sentencias de Epicuro no excluye una filosofía del placer, en ciertos aspectos muy cercana a una escuela cirenaica que la inspira en muchos puntos. La tradicional oposición entre los placeres cinéticos (en movimiento) de los filósofos de Cirene y los placeres estáticos (en reposo) de Epicuro no basta para cavar un foso infranqueable entre las dos escuelas. Me gustaría en esta obra intentar mostrar por el contrario si íntimo parentesco.

Acumulando las notas correspondientes a las cuestiones de etimología, descubrí con estupefacción una extraña noticia sobre el nombre mismo de Epicuro. Obviamente, nunca he encontrado esta información en ninguna de las numerosas obras consagradas al fundador del jardín por los especialistas universitarios de la cuestión. Y sin embargo, hojeando el Littré para verificar que en él se desaprueba lo epicúreo tanto como en el Bescherelle, quedé pasmado con una entrada del patronímico del filósofo. Más allá de mí asombro por constatar que tras años de frecuentar mi diccionario predilecto aún no había notado que se podía encontrar un puñado ínfimo y arbitrario de nombres propios, aprendí que la etimología de Epicuro señala un parentesco con el socorro.

Una consulta en el Baily nos permite confirmar que epikouros caracteriza al individuo que aporta el socorro. Siguen informaciones más amplias: el término sirve igualmente para definir a aquel que en la guerra atiende a las necesidades de alimentación, y también a la persona que sabe y puede preservara a alguien de algo. Se menciona igualmente las epikouria, tropas de socorro y refuerzo, luego los epikourios, que califican a los individuos aptos para portar socorro y ayuda –en las tropas auxiliares, por ejemplo. En todos los casos, en tiempos de paz o en tiempos de guerra, en tiempos felices o en tiempos aciagos, el epicúreo encausa el consuelo, lleva consigo los medios de todos los sustentos, transmite las fuerzas necesarias para reconstituir las energías que están en peligro. ¿Se puede expresar mejor la tarea y el destino saludable del proyecto epicúreo?

De ahí mi certeza, una vez cerrado el diccionario, de la necesidad de buscar más lejos, de cavar más profundo a fin de proponer una lectura más objetiva del epicureísmo antiguo: en el cruce del materialismo de los orígenes y del hedonismo cirenaico, a medio camino de la violenta desmitificación cínica y el proyecto estético elegíaco de vida filosófica, el pensamiento intempestivo e inactual de Epicuro nos autoriza a reflexionar sobre las posibilidades de un libertinaje contemporáneo que permita un arte de vivir y de amar son sacrificar la autonomía ni la independencia. En las antípodas de una filosofía del deseo, los materialistas hedonistas formulan una fisiología del placer, al mismo tiempo que una erótica alternativa a las incitaciones nocturnas del judeocristianismo.

Finalmente, la invitación epicúrea se redobla por una feliz llamada a resguardar nuestra vida, a no exponerla a la vista de los contemporáneos siempre dispuestos a criticar, juzgar, culpar y condenar en virtud de la moralina que les obstruye y amenaza siempre desbordantes. La vida filosófica se vive entre dos individuos, se conduce al abrigo de las miradas indiscretas, en el silencio de las promesas que cada cual puede y debe hacerse. Lejos de lo que constituye las pasiones fútiles de la mayoría –la búsqueda desenfrenada de honores, dinero, poder, posesión y riquezas-, la terapia materialista propone una ascesis, un auténtico despojamiento de los pesare4s inútiles y vanos en provecho de la única riqueza que hay: la libertad. Con el cuerpo del otro, y a pesar de las tensiones patéticas, el epicureísmo hedonista autoriza la celebración de las soberanías realizadas o recobradas.


[1] ONFRAY, Michel. Teoría del cuerpo enamorado Por una erótica solar. Valencia: Pre-textos, 2008, P: 23-33.




viernes, 19 de noviembre de 2010

El Sartre de Deleuze

“Fue mi maestro”[1]

POR GILLES DELEUZE


Tristeza de las generaciones sin “maestros”. Nuestros maestros no son sólo los profesores públicos, si bien tenemos gran necesidad de profesores. Cuando llegamos a la edad adulta, nuestros maestros son los que nos golpean con una novedad radical, los que saben inventar una técnica artística o literaria y encontrar las maneras de pensar que se corresponden con nuestra modernidad, es decir con nuestras dificultades tanto como con nuestros difusos entusiasmos. Sabemos que en el arte, y aun en la verdad, hay un solo valor: la “primera mano”, la auténtica novedad de lo que decimos, la “musiquita” con la que lo decimos. Sartre fue eso para nosotros (para la generación que tenía veinte años en el momento de la Liberación). Por entonces, ¿quién si no Sartre supo decir algo nuevo?

¿Quién nos enseñó nuevas maneras de pensar? Por brillante y profunda que fuera, la obra de Merleau-Ponty era profesoral y dependía en muchos aspectos de la de Sartre (a Sartre le gustaba asimilar la existencia del hombre al no-ser de un “agujero” en el mundo: pequeñas lagunas de la nada, decía. Pero Merleau-Ponty las consideraba pliegues, simples pliegues y plegamientos. De ese modo se distinguían un existencialismo duro y penetrante y un existencialismo más tierno, más reservado). Camus, ¡ay!, era la virtud inflada o el absurdo de segunda mano;Camus reivindicaba a los pensadores malditos, pero toda su filosofía nos remitía a Lalande y a Meyerson, autores que los bachilleres conocen muy bien. Los nuevos temas, un cierto estilo nuevo, una manera nueva, polémica y agresiva, de plantear los problemas, todo eso vino de Sartre. En medio del desorden y las esperanzas de la Liberación, lo descubríamos, lo redescubríamos todo: Kafka, la novela norteamericana, Husserl y Heidegger, los interminables ajustes de cuentas con el marxismo, el impulso hacia una nueva novela... Si todo pasó por Sartre, no fue sólo porque como filósofo tenía un sentido genial de la totalización sino porque sabía inventar lo nuevo. Las primeras representaciones de Las moscas, la aparición de El ser y la nada, la conferencia El existencialismo es un humanismo fueron acontecimientos: en ellos aprendíamos, después de una larga noche, la identidad entre el pensamiento y la libertad.Los “pensadores privados” se oponen de algún modo a los “profesores públicos”.

Hasta la Sorbona necesita una anti-Sorbona, y los estudiantes sólo escuchan bien a sus profesores cuando tienen también otros maestros. En su momento, Nietzsche dejó de ser profesor para convertirse en un pensador privado. También lo hizo Sartre, en otro contexto, con otra salida. Los pensadores privados tienen dos características; una especie de soledad que les pertenece siempre, cualesquiera sean las circunstancias; pero también una cierta agitación, un cierto desorden del mundo en el que surgen y en el que hablan. Y también sólo hablan en su propio nombre, sin “representar” nada; y lo que le reclaman al mundo son presencias brutas, potencias desnudas que tampoco son “representables”. Ya en ¿Qué es la literatura?, Sartre dibujaba el ideal del escritor: “El escritor retomará el mundo tal cual es, totalmente en crudo, sudoroso, maloliente, cotidiano, para presentarlo a los libertados sobre el cimiento de una libertad. No basta con concederle al escritor la libertad de decirlo todo. Es preciso que escriba para un público que tenga la libertad de cambiarlo todo, lo que significa, además de la supresión de las clases, la abolición de toda dictadura, la renovación perpetua de los cuadros, la continua perturbación del orden tan pronto como tienda a fijarse. En una palabra, la literatura es, por esencia, la subjetividad de una sociedad en revolución permanente”.

Desde el principio, Sartre concibió el escritor bajo la forma de un hombre como todos, que se dirige a los demás desde un solo punto de vista: su libertad. Toda su filosofía se insertaba en un movimiento especulativo que impugnaba la noción de representación, el orden mismo de la representación: la filosofía cambiaba de lugar, abandonaba la esfera del juicio, para instalarse en el mundo más colorido de lo “prejudicativo”, de lo “sub-representativo”. Sartre acababa de rechazar el Premio Nobel. Continuación práctica de la misma actitud, horror ante la idea de representar prácticamente algo, aunque sean valores espirituales o, como él dice, de institucionalizarse.


El pensador privado necesita un mundo que incluya un mínimo de desorden, aunque más no sea una esperanza revolucionaria, un grano de revolución permanente. En Sartre hay, en efecto, cierta fijación con la Liberación, con las esperanzas decepcionadas de esa época. Hizo falta la guerra de Argelia para reencontrar algo de la lucha política o de la agitación liberadora, y aun así en condiciones tanto más complejas cuanto que nosotros ya no éramos los oprimidos sino aquellos que debían alzarse contra sí mismos. ¡Ah, juventud! Ya no quedan más que Cuba y los maquis venezolanos. Pero, más grande aún que la soledad del pensador privado, está también la soledad de los que buscan un maestro, los que querrían un maestro y sólo podrían encontrarlo en un mundo agitado.


El orden moral, el orden “representativo” se ha cerrado sobre nosotros. Hasta el miedo atómico adoptó los aires de un miedo burgués. A los jóvenes, ahora, se les ofrece a Teilhard de Chardin como maestro de pensamiento. Tenemos lo que nos merecemos. Después de Sartre, no sólo Simone Weil sino la Simone Weil del simio. Y sin embargo no es que en la literatura actual no haya cosas profundamente nuevas. Citemos al voleo: el nouveau roman, los libros de Gombrowicz, los relatos de Klossowski, la sociología de Lévi-Strauss, el teatro de Genet y de Gatti, la filosofía de la “sinrazón” que elabora Foucault... Pero lo que hoy falta es lo que Sartre supo reunir y encarnar para la generación anterior: las condiciones de una totalización: aquella en la que la política, lo imaginario, la sexualidad, el inconsciente
y la voluntad se reúnen en los derechos de la totalidad humana. Hoy nos limitamos a subsistir, con los miembros dispersos.


Sartre decía de Kafka: “Su obra es una reacción libre y unitaria contra el mundo judeocristiano de Europa central; sus novelas son la superación sintética de su situación de hombre, de judío, de checo, de novio recalcitrante, de tuberculoso, etcétera”. Pero es el caso de Sartre mismo: su obra es una reacción contra el mundo burgués tal como lo pone en cuestión el comunismo. Expresa la superación de su propia situación de intelectual burgués, de ex alumno de la Escuela Normal, de novio libre, de hombre feo (puesto que Sartre a menudo se presentó de ese modo), etc.: todas cosas que se reflejan y resuenan en el movimiento de sus libros.


Hablamos de Sartre como si perteneciera a una época caduca. ¡Ay! Somos nosotros, más bien, los que hemos caducado en el orden moral y conformista de la actualidad. Sartre, al menos, nos permite la esperanza vaga de los momentos futuros, de las reanudaciones donde el pensamiento puede reformarse y rehacer sus totalidades como potencia a la vez colectiva y privada. Por eso Sartre sigue siendo nuestro maestro.

El último libro de Sartre, Crítica de la razón dialéctica, es uno de los libros más bellos y más importantes que se hayan publicado en estos últimos años. Le da a El ser y la nada su complemento necesario, en el sentido en que las exigencias colectivas vienen a consumar la subjetividad de la persona. Y si volvemos a pensar en El ser y la nada, es para recuperar el asombro que supimos sentir ante esa renovación de la filosofía. Hoy sabemos aún mejor que las relaciones de Sartre con Heidegger, su dependencia de Heidegger, eran falsos problemas que descansaban en malentendidos. Lo que nos impactaba de El ser y la nada era únicamente sartreano y servía para medir el aporte de Sartre: la teoría de la mala fe, donde la conciencia, en el interior de sí misma, jugaba con su doble poder de no ser lo que es y de ser lo que no es; la teoría del Otro, donde la mirada del otro bastaba para hacer vacilar el mundo y para “robármelo”; la teoría de la libertad, donde ésta se limitaba a sí misma constituyéndose en situaciones; el psicoanálisis existencial, donde recuperábamos las elecciones básicas de un individuo en el seno de su vida concreta. Y, cada vez, la esencia

y el ejemplo entraban en relaciones complejas que le daban un nuevo estilo a la filosofía. El mozo del bar, la chica enamorada, el hombre feo, y sobre todo mi amigo Pedro-que-nunca-estaba, formaban verdaderas novelas en la obra filosófica y hacían palpitar las esencias al ritmo de sus ejemplos existenciales. Por todas partes brillaba una sintaxis violenta, hecha de rupturas y estiramientos, que nos recordaba las dos obsesiones sartreanas: las lagunas de no-ser, las viscosidades de la materia.


El rechazo del Premio Nobel fue una buena noticia. Al fin alguien que no trata de explicar la clase de paradoja deliciosa que es para un escritor, para un pensador privado, aceptar honores y representaciones públicas. Ya hay muchos astutos que tratan de sorprender a Sartre contradiciéndose: le atribuyen sentimientos de despecho porque el premio llegó demasiado tarde; le objetan que algo, de todos modos, siempre representa; le recuerdan que sus logros, de todos modos, fueron y siguen siendo logros burgueses; se sugiere que su rechazo no es razonable ni adulto; se le propone el ejemplo de aquellos que lo aceptaron rechazándolo, sin perjuicio de destinar el dinero a buenas obras. No les conviene provocarlo demasiado; Sartre es un polemista temible. No hay genio que no se parodie a sí mismo. Pero, ¿cuál es la mejor parodia? ¿Convertirse en un viejo adaptado, una coqueta autoridad espiritual? ¿O bien querer ser el retrasado de la Liberación? ¿Verse como un académico o bien soñarse como resistente venezolano? ¿Quién no ve la diferencia de calidad, la diferencia de genio, la diferencia vital entre esas dos opciones o esas dos parodias? ¿A qué es fiel Sartre? Siempre al amigo Pedro-que-nunca-está. Ése es el destino de este autor: hacer correr aire puro cuando habla, aun si ese aire puro, el aire de las ausencias, es difícil de respirar. 5

[1] Sustraído de Página/12. Lunes 24 de junio de 2002. (Enlínea) http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/subnotas/162-43-2002-06-24.html. Recuperado 10 de Octubre 2010. Publicado originalmente en la revista Arts el 28 de noviembre de 1964. Trad. Alan Pauls.