Presentamos
a continuación un breve texto del profesor Maurizio Ferraris en torno a algunos temas centrales
del pensamiento de Jacques Derrida: Reconstruir
la deconstrucción, traducido del italiano por María
José Rossi. Se trata de la conferencia de cierre de las II Jornadas internacionales de hermenéutica: La hermenéutica en diálogo con las
ciencias humanas y sociales: convergencias, contraposiciones y tensiones, evento
celebrado entre el 6 el 8 de julio de 2011 en Buenos Aires. Différance agradece
al profesor Manuel Prada de la Universidad de San Buenaventura, Sede Bogotá por
suministrar a los lectores del blog una mirada tan actual sobre el filósofo
francés.
Barbarización
del salón derrideano
En cierta ocasión, Habermas definió la hermenéutica de Gadamer como
una "urbanización de la provincia heidegeriana"'[1]. Se
entendía bien lo que quería decir. El coriáceo autor del Discurso del Rectorado
del 33, el hijo del campanero, necesitaba que su "elegante discípulo"
(como lo llamaba Jaspers) lo volviese aceptable a los justos de un mundo más
cosmopolita, y ayudase a franquearlo políticamente en una Europa posbélica poco
proclive a olvidar. Pero sería un poco bizarro querer enseñar las buenas
maneras y lo políticamente correcto a un cosmopolita refinado y políticamente
irreprochable como Derrida. De lo que se siente necesidad al retomar la
herencia derrideana, es justamente de lo contrario, de un cierto un
endurecimiento que separe la obra y la teoría del hombre y de sus sutilezas,
para poder asegurarle un porvenir. Esta es, al menos, la hipótesis que querría
sugerir: para que la deconstrucción pueda avanzar se necesita una barbarización
del salón derrideano (pero no una ruralización de la metrópoli
deconstruccionista, de otra manera estaríamos de nuevo en Heidegger). Esta
transformación responde sin duda a cuestiones de carácter que, bien vistas, han
sido siempre las que me ha distinguido de Derrida: una cierta impaciencia
respecto de conclusiones que jamás llegaban, a los matices que se complicaban,
a los pliegues que se multiplicaban. Pero carácter o no carácter, aquello que
querría hacer es esencialmente individualizar tres problemas y sugerir tres
barbarizaciones.
Los problemas consisten en primer lugar
en el hecho de que la deconstrucción no es, en modo pleno y evidente, una
teoría, pero por muchas razones parece identificarse con la persona de Derrida,
de modo que, del todo banalmente, no se ve cómo pueda darse una deconstrucción
sin Derrida, o sea cómo pueda imaginarse un porvenir para la deconstrucción. El
segundo problema -que defino como el primado de la ética sobre la ontología- es
que, aún cuando (como creo) se logre obtener una teoría de la deconstrucción
-diferenciando la deconstrucción del deconstructor- nos encontramos con que
esta teoría aparece profundamente signada por una inclinación moralista, por la
cual la dialéctica que está a la base de la deconstrucción es siempre una
contienda entre el bien y el mal: un bien que, más allá de todo, se identifica
con el elemento derrotado. El tercer problema tiene que ver con la sospecha
respecto de la verdad. Derrida nunca ha pensado, como muchos posmodernos, que
se pudiese decir adiós a la verdad; sin embargo, el primado de la ética sobre
la ontología extiende sus efectos hasta la epistemología: después de todo, si
el ser es el mal, en la perspectiva de Derrida, estará mal hasta la pretensión
de identificarlo, y sobre todo estará mal aquella forma particularmente
drástica de epistemología que es la idea de que la verdad es la correspondencia
de la proposición a la cosa -de modo que nos encontraremos pese a todo en un
mundo sin verdad, o sea en el resultado fabulístico propia de la posmodernidad.
La deconstrucción, ¿es
una teoría o una persona?
Comencemos por el primer problema, que
consiste en establecer si existe algo como "la deconstrucción", o si,
en cambio, la deconstrucción no ha sido el modo peculiarísimo de trabajar de
Derrida. Lo que tenemos de Derrida, en lugar de una teoría, son
textos, en muchísimos casos comentarios de otros
textos, cuya característica fundamental no es el tema (ya que se trata de
comentarios) ni la teoría, sino el estilo. Un estilo del todo peculiar, y tengo
la sospecha de que las acusaciones de oscuridad muy frecuentemente dirigidas a
Derrida, que según mi parecer son del todo infundadas, sobre todo en los
últimos veinte años de su trabajo, se referían en realidad a la idiomaticidad
de su escritura. Si está hipótesis vale, entonces la deconstrucción sería el
estilo de los textos de Derrida, y en este punto vendrían a identificarse con
él. El estilo es el hombre y la deconstrucción
no es una teoría sino una persona. Una persona, además de todo, difunta, por lo
cual no se ve qué porvenir puede tener: la deconstrucción era la firma, el
idioma y el estilo de Derrida. Derrida está muerto, ha dejado de firmar.
¿Pero esto es en verdad así? Después de todo
(y este es uno de los axiomas de la deconstrucción) todos los deconstruidos por
Derrida son deconstructores, como si la esencia de la deconstrucción
consistiese en mostrar que el deconstruido es en realidad un deconstructor. Es así
de Platón a Husserl: si la deconstrucción consiste en sacar a la luz las
negaciones presentes en el interior de la tradición metafísica, y si las
negaciones son estructuralmente evidentes, es decir no están nunca
perfectamente realizadas y se manifiestan a través de lapsus filosóficos,
entonces la deconstrucción comienza ya en la tradición, por ejemplo en el
momento en que Platón condena la escritura y después sostiene que el alma se
asemeja a un libro, o en el que Husserl ve en el signo una manifestación inerte
del pensamiento y a la vez reconoce en él las condiciones de posibilidad de la
idealidad. Por tanto, tenemos una deconstrucción anterior a la deconstrucción,
en la plenitud de la tradición filosófica. Con mayor razón, no será difícil
reconocer una deconstrucción ante litteram en la tradición filosófica radical entre los siglos
XIX y XX, por ejemplo en la tríada Nietzsche-Freud-Marx, en la dialéctica
negativa de Horkheimer y Adorno, y ciertamente también en la filosofía
analítica, que surgió en abierta crítica contra las filosofías sistemáticas, en
la convicción de que la tarea de la filosofía consiste antes que nada en
disolver los problemas antes que en resolverlos. Si hay una deconstrucción
antes de la deconstrucción y una deconstrucción sin la deconstrucción, podemos
intentar separar el deconstruccionismo de su autor, y aseverar que hay un
sentido por el cual la deconstrucción es una teoría, caracterizada por la
tendencia al desenmascaramiento, al análisis y a la crítica.
Sin embargo el problema permanece, si bien
en forma más tenue: tenemos efectivamente una teoría, y no una persona, pero,
bien vista, tenemos la teoría débil de una personalidad fuerte. Y con esto
llegamos justamente al problema que está en la base de la exigencia de la
barbarización: la deconstrucción podrá ser una teoría, pero es vaga, y aquello
que hace por sobre todo es refínar y analizar los términos sin alcanzar las
conclusiones positivas que se esperan de una teoría. La deconstrucción
difícilmente hace frente a las cosas, lo hace siempre indirectamente o (como
sostiene Derrida) "oblicuamente", porque se trata
-psicoanalíticamente- de partir desde los laterales, desde M los detalles,
desde las minucias desestimadas. Con más razón, no provee indicaciones para
eventuales decisiones. Así, deja el peso de la decisión incluso teórica (y no
solamente práctica, lo cual es comprensible) al singular. Derrida ha teorizado
abiertamente la inconclusión bajo la categoría del 'indecidible': no se puede
decidir en términos racionales más que lo que se puede decidir entre
explicación ondulatoria o corpuscular de la luz, y -como decía Kierkegaard, un
autor que ha pesado mucho en la formación de Derrida- "el instante de la
decisión es una locura". Si bien no ha afrontado nunca explícitamente este
tema, Derrida es un partidario del primado de la voluntad sobre el intelecto, por tanto también sobre la epistemología, sobre el saber. No sorprenderá que
sea un partidario del primado de la ética (de la iniciativa voluntaria) sobre la ontologia, es decir, sobre el ser.
Examinemos este segundo problema, e intentemos ante todo entender por qué es un
problema. La idea de Derrida que está a la base de la noción de 'indecidible' es que después de haber
pensado, sopesado, razonado, se toma una decisión, que se revela independiente
de todo los cálculos que la han precedido. Esta es justamente la superioridad
de la ética sobre la epistemología a la cual hacía referencia hace un momento,
y que ya de por sí es un problema: al término de la deconstrucción, se toman
decisiones independientes, respecto de la cuales uno puede legítimamente
preguntarse si no se hubiesen tomado tal cual incluso sin deconstrucción. Así, por un lado, y justamente a la
luz de la teoría del indecidible, los análisis de
Derrida se revelan tan filosóficamente sutiles como
políticamente neutros en lo que atañe al nivel de las decisiones; por otra
parte, Derrida ha tomado posiciones políticamente razonables en todo sentido. Pero
son posiciones que se hubiesen alcanzado naturalmente sin la deconstrucción, que constituye, cuanto mucho, el presupuesto remoto.
Ahora bien, ¿qué hay en el fondo de aquellos
análisis de los cuales se deduce que el saber y el intelecto están subordinados
a la voluntad? Según mi parecer, el fundamento último es justamente un primado
de la ética sobre la ontologia: la voluntad y el deseo prevalecen sobre el ser, sobre aquello que es.
Nótese sin embargo que no se trata de una voluntad de potencia o de dominio,
sino más bien (con lo que aparece como un ethos benjaminiano) de una predilección en
relación con los últimos, o sea con las víctimas del dominio. Beatos los
últimos, porque serán deconstruidos: en el centro del análisis de Derrida, y según un mecanismo que se repite de manera
inmutable en centenares de ocasiones, nos encontramos con una lucha entre el
bien y el mal, donde el bien parece estar sistemáticamente representado por la
parte perdedora. Con el implícito de que en caso de que la parte perdedora
obtuviese la superioridad, entonces cesaría de ser buena y se transformaría en
mala.
En una primera aproximación, es como si se
estuviera, si no en el salón, al menos en el salón-comedor, es decir, en una
situación similar a aquella que se da en Promessi sposi cuando el sucesor de don Rodrigo no tiene
ninguna dificultad de humillarse frente a Renzo, Lucía y Agnese, pero no aceptaría jamás ponerse en el mismo plano y
sentarse a la mesa con ellos. Y no es tanto una cuestión de radicalismo chic (Derrida siempre ha sido extraño a esta categoría del
espíritu), sino de filosofía, y más precisamente de la dialéctica del señorío y
la servidumbre en la Fenomenologia del Espíritu, donde sin embargo Derrida
introduce un
moralismo y un sentimentalismo del todo ausente en Hegel. Derrida se conmueve por los oprimidos, Hegel no. Y sobre todo Derrida,
a diferencia de
Hegel y Marx, está convencido de que los
oprimidos, por el solo hecho de ser oprimidos, son más buenos que los opresores
(Derrida -y es lo menos que se puede decir- no es nunca así de simple); pero la
sustancia es bien clara.
Veamos el asunto un poco más de cerca. En Hegel el siervo no es de hecho mejor que el señor
desde el punto de vista moral, dado que, a diferencia del señor, tiene miedo de
morir; el siervo no tiene nada de heroico, es Sancho Panza. En todo caso, el
señor sería un poco don Quijote, vive de romances y de prestigio y sobre todo
no sabe cocinarse ni un huevo, o sea, en términos de
Hegel, no tiene el dominio de la tierra. La
superioridad del siervo respecto del señor en Hegel es por tanto tecnológica y ontològica,
porque el siervo controla la tierra y tiene
una relación con lo real mientras que el señor combate contra molinos de
viento. A la inversa, en Derrida la parte vencida y negada debe ser puesta en evidencia sobre todo porque
es vencida y negada, y sólo en segundo lugar porque es tecnológicamente superior.
La escritura y la mujer son los negados del falogocentrismo, pero la primera
asegura la organización tecnológica del mundo social y la segunda está en el
centro de las contiendas biopolíticas. Pero su título de mérito más fuerte es
justamente aquél de ser, más que los señores de la tierra, como en Hegel, los
condenados de la tierra de Frantz Fanón, que por lo demás desarrolla bien el
clima espiritual de descolonización en el cual Derrida despliega su trabajo
filosófico. La historia de la metafísica, que en Heidegger era la historia del
olvido del ser, se transforma aquí en la historia de la subordinación de las
diferencias: toda cosa tiene dos lados, uno manifiesto y uno oculto. Y el
oculto es tal porque ha sido negado, con un acto que es esencialmente el mal:
toda clasificación es jerarquización, toda jerarquización es identificación, y
todo este identificar y jerarquizar encarnan, en la ética de Derrida, el mal en
sí.
Pero esto, ¿es en verdad así? En efecto, no hay motivo para sostener
que en general toda clasificación o diferenciación es jerarquización: si digo
que una lapicera es blanca y la otra es negra no estoy de hecho jerarquizando;
estoy probablemente jerarquizando si digo que un hombre es blanco y otro negro.
Pero esta afirmación es problemática incluso en los efectos que genera. Desde
el momento en que se asevera que la jerarquización, la clasificación y la
identificación son un mal en sí, se ponen las bases para la noche en la cual
todas las vacas son negras, que es hace tiempo lo menos auspicioso para quien
tenga sed de justicia. A la inversa, para Derrida, la ontología, como tentativa
de entificación e identificación, es un mal en sí, independientemente de las
consecuencias que puede provocar la no identificación. El espíritu del 68 se
hace sentir: aquí la ontología es tratada como la policía. Y sobre todo es
tratada como un malviviente trataría la policía. Esto es tanto más sorprendente
cuando, normalmente, en su comportamiento práctico y en su tomas de posición
política, Derrida ha estado siempre alejado a miles de kilómetros de distancia
de la rebeldía que anima sus posiciones teóricas en confrontación con la
ontología. En suma, si Heidegger ha sido muy coherente en su decisionismo
cuando ha dicho sí al nazismo, se puede decir que Derrida ha sido incoherente
en su misticismo antiontológico cuando tomó decisiones políticas de gran
sabiduría.
¿Adiós a la verdad?
Veamos el tercer problema. Como recordaba al inicio de este ensayo, el
primado de la ética sobre la ontología en Derrida corre el riesgo de
transformarse en un primado de la ética sobre la epistemología, es decir en
algo así como el primado de la solidaridad sobre la objetividad teorizado por
Richard Rorty. En efecto, la actividad del filósofo (o del científico) que se
pregunta '¿qué es?' resulta asimilada a la de un escuadrón de la muerte, o por
lo menos a la de un policía que pide documentos a un sans papiers
[indocumentado]. Ahora bien, ¿de qué depende todo esto, en última instancia (y
me excuso por la evidencia y el ti esti que querría introducir en mi
discurso) si no, justamente, de la decisión de hacer prevalecer la ética sobre
la ontología, y del ver el mal en el ser? Aquí Derrida comete el error
simétrico de su coterráneo Agustín (un pensador con el cual tiene una
impresionante afinidad): si Agustín veía en el mal un mero no-ser, Derrida ve
en el ser el mal. Sólo Dios sabe cuántas misteriosas corrientes gnósticas están
a la diestra de esta visión. Y sólo Dios sabe, por otra parte, qué profunda
distorsión del pensamiento de Derrida sobrevendría si se separase la
identificación entre ontología y policía (e incluso de considerar que no
siempre la policía es el mal). Pero estoy convencido que sea mejor así, para
todos, y también para Derrida -quien me contó que una noche, perseguido por vándalos
en un suburbio de París en el cual habitaba, se libró del apuro estacionando el
auto delante de una estación de policía.
Se puede verificar fácilmente. Como decía, en este primado de la ética
sobre la ontología y la epistemología opera uno de los prejuicios fundamentales
del siglo XX, la idea de que a la filosofía la aguarda la tarea de disolver la
realidad, concebida como una ilusión creada por los poderes y por la ciencia, y
que la verdad se constituye como una instancia potencialmente violenta a la
cual se trata de decir adiós. Pero la historia ha demostrado cuántas luchas y
ruinas pueden seguirse del adiós a la verdad. Incluso dejando de lado las
catástrofes nibelungas del mundo heideggeriano (que dio su propio adiós a la
verdad diciendo ¡Heil Hitler!), piénsese que el adiós a la verdad ha sido la
regla de Bush, que desencadenó una guerra que no ha aún finalizado (y de la
cual Derrida ha sido un crítico lúcido y valiente) sirviéndose de pruebas
ficticias de la existencia de armas de destrucción masiva, de acuerdo con la
doctrina de su consejero Karl Rove, que a un periodista inglés que le reclamaba
verdad respondió: "Nosotros ya. Somos un imperio, y cuando actuamos
creemos en nuestra realidad. Una realidad que ustedes, observadores, estudian,
y sobre la cual después creamos otras que ustedes también estudiarán". Si
se considera adonde ha llevado la teoría imperial del adiós a la verdad, habría
miles de motivos para reconocer que la verdad es verdaderamente la cosa más
moral que pueda existir. "La verdad nos hace libres", se lee en el
Evangelio de Juan, y es incluso el lema de la Universidad John Hopkins de
Baltimor, y de la Universidad de Freiburg (a menos que la hayan sacado en el
'33). Sostener que la verdad es violenta es ocultar esta simple evidencia, y
creo que la gran dificultad del último Derrida, de los Espectros de Marx
en adelante, consiste justamente en esto: si "The time is out of
joint", si el mundo está fuera de quicio y la época es infame, como
sostiene Hamlet, el verdadero héroe de ese libro, es porque alguien ha podido
sostener que no hay hechos, sino sólo interpretaciones.
Del indeconstruible al
inenmendable
Vayamos a las barbarizaciones, es decir, a la pars construens.
La primera es muy simple: sin ontología no puede haber ni epistemología, ni
ética, porque la realidad (la ontología) es el fundamento de la verdad (la
epistemología) y la verdad es el fundamento de la justicia (la ética).
Permítaseme ilustrar este punto con una anécdota. Unos años atrás se presentó a
un examen un estudiante ptolemaico. Le pedí que me hablase de la 'revolución
copernicana', y él, que evidentemente no había abierto un libro, me hizo notar
que no era un examen de astronomía. Le objeté que, si Kant no era
necesariamente conocido para los que no han estudiado filosofía (como era su
caso), Copérnico sí, y le pregunté qué había hecho. No lo sabía. A esa altura
le pregunté a este estudiante que no sabía nada: "Para Ud., ¿es la tierra
la que gira alrededor del sol, o el sol el que gira alrededor de la
tierra?" Miró hacia la ventana, pensó un poco y me respondió: "es el
sol el que gira alrededor de la tierra". Lo dijo con el tono de quien
dice: "¿no tiene acaso ojos para ver?" Era un caso espontáneo de
física ingenua: el estudiante no sabía nada de nada (casi un récord) y
describía el mundo a partir de lo que veía.
Bien, ¿qué hacía que el estudiante se equivocase? El hecho,
simplemente, de que la tierra gira alrededor del sol. Ahora bien, la filosofía
del siglo XX ha insistido mucho en el hecho de que nos relacionamos con el
mundo a través de esquemas conceptuales; lo cual es indudablemente cierto
(quien lee estas líneas debe haber aprendido el alfabeto y debe conocer el
español), pero eso no significa que el mundo esté determinado por nuestros
esquemas conceptuales. Si el fuego quema y el agua moja, esto no depende de
esquemas conceptuales. Depende del hecho de que si el fuego quema y el agua
moja, estos son caracteres ontológicos. Después ciertamente se puede sostener
que el hecho de que el agua sea H20 y que Hitler haya atacado
Polonia el Io de setiembre de 1939 depende de esquemas conceptuales.
Pero de ahí a sostener que estos esquemas son relativos, hay un trecho. Porque es
verdad que el agua es H20 y que Hitler atacó Polonia el Io
de setiembre de 1939, ¿o no? Y es verdad, cualquiera sean los esquemas
conceptuales, que después de haber atacado Polonia, decidió y llevó a cabo la
solución final. ¿O no? Este es el punto: puedo conocer todo lo que quiero, el
mundo es como es. Puedo saber que lo que tengo en el vaso es agua, y que su
fórmula química es H20, y puedo no saberlo: las propiedades del agua
permanecen tal cual son. Repito: el ser, aquello que es, es la ontología,
mientras que aquello que sabemos a propósito de aquello que es, es la
epistemología. Es importantísimo no confundir estas dos dimensiones. De otro
modo, vale el principio de Nietzsche según el cual "no hay hechos, sólo
interpretaciones", un principio por el cual se puede sostener (como de
hecho se ha sostenido) que Bellarmino y Galileo tenían ambos razón, o que incluso tenía más razón Bellarmino. Un
principio en base al cual, más allá de todo, podría haber aprobado a mi
estudiante ptolemaico.
Sin ontologia, no
hay, por tanto, epistemología. Pero, como decíamos hace un momento, tampoco
ética. Se puede entender mejor con un experimento mental que es una versión
ética del experimento mental del cerebro en el balde de Putnam. La idea es
esta: imaginemos que un científico loco ha metido unos cerebros en un balde y
que los alimenta artificialmente. A través de estimulaciones eléctricas, los
cerebros tienen la impresión de vivir en un mundo real, pero lo que
efectivamente sienten son simples estimulaciones eléctricas. Imaginemos ahora
(modificando el experimento de Putman) que en esas estimulaciones se
representan situaciones que requieren tomas de posición moral: está quien hace
de espía y quien se inmola por la libertad, quien comete malversaciones y quien
realiza actos de santidad. ¿Se puede en verdad sostener que en esas
circunstancias tienen lugar actos morales? Según mi parecer no, se trata, en el
mejor de los casos, de actos imaginarios, de pensamientos, que tienen un
contenido moral, pero no son morales. Darle años de cárcel a un cerebro que
pensó que robaba no es menos injusto que hacer santo a un cerebro que pensó que
realizaba acciones santas. Este experimento demuestra simplemente que el
pensamiento solo no es suficiente para que haya moral, y que ésta comienza en
el momento en el que hay un mundo externo que nos provoca y nos lleva a
realizar acciones, y no simplemente a imaginarlas.
De la gramatología a la
documentalidad
Mi segunda barbarización se refiere a la diferenciación entre tipos de
objetos, cosa que Derrida no ha hecho jamás, incurriendo así en la célebre (y nefasta) aserción
según la cual "nada existe fuera del texto"'. En particular me parece
crucial distinguir entre objetos naturales (como los huracanes, los ríos y las montañas),
que existen independientemente de los sujetos y más allá de cualquier texto, y
los objetos sociales (como las crisis económicas, los pasajes aéreos y los
poemas simbolistas) que existen sólo si hay sujetos dispuestos a reconocer su
existencia. Por tanto, no estoy de hecho sosteniendo que en el mundo social no
haya interpretaciones (y que no sean necesarias deconstrucciones). Por supuesto
que hay interpretaciones y que son necesarias las deconstrucciones. Pero lo más
importante para los filósofos y no filósofos, es no confundir los objetos
naturales, que existen haya o no haya hombres y sus interpretaciones, con los
objetos sociales, que existen sólo si hay hombres que tienen ciertos esquemas
conceptuales.
Para entendernos: si por hipótesis un creyente, un agnóstico y un
indio del Mato Grosso perteneciente a una tribu que permanece en el neolítico se encontrasen
frente al Santo Sudario verían el mismo objeto natural, luego el creyente vería
el sudario de Cristo, y el agnóstico una sábana de origen medieval, pero verían
el mismo objeto físico que ve el indio, el cual no tiene ninguna noción
cultural de nuestro mundo. En el mundo social, por tanto, aquello que sabemos
cuenta ciertamente, es decir (para usar la jerga filosófica que adoptamos al
inicio), la epistemología es determinante respecto de la ontologia: aquello
que pensamos, aquello que decimos, las interacciones que tenemos son decisivas,
y es decisivo que estas interacciones sean registradas y documentadas.
Imaginemos un casamiento en el que no sólo los novios sino también los
oficiantes, los testigos, el público, son enfermos de Alzheimer, en el
cual los registros son escritos con tinta invisible y en el que las tomas de la
ceremonia se borran por algún motivo pocas horas después. A la mañana siguiente
nadie recuerda nada. ¿Se puede decir que este casamiento existe? Es para dudar,
mientras que el Monte Blanco seguirá existiendo, aunque todos se hayan olvidado
de su existencia, e incluso aunque no haya habido nunca un hombre sobre la faz de la tierra.
Por eso el mundo social está lleno de documentos, en los archivos, en nuestros
cajones de escritorio, billeteras, e incluso en nuestros teléfonos celulares.
De aquí el pasaje de "nada existe fuera del texto" a "nada de
social existe fuera del texto".
Confrontando estas dos frases se puede medir, a mi entender, la
diferencia de fondo entre la deconstrucción y la reconstrucción. La primera
frase no distinguía los objetos sociales de los objetos naturales, y al final
creaba un mundo enteramente dependiente del sujeto. La segunda, en cambio,
reconoce la especificidad de los objetos sociales, su dependencia de sujetos e
inscripciones, pero sienta las bases para la construcción de una gramatología
como ciencia positiva, o sea, para lo que he propuesto llamar 'documentalidad',
entendida como una teoría general de la realidad social para la cual los
objetos sociales obedecen a las leyes Objeto = Acto inscripto. O sea:
los objetos sociales son el resultado de actos sociales que se caracterizan por
estar registrados en un pedazo de papel, en un archivo de computadora, en
cualquier soporte digital, o incluso simplemente en la cabeza de las personas.
De esta teoría, Derrida suministró los lineamientos fundamentales en la
Gramatología, un texto en el cual reveló una profética sensibilidad al
hecho de que (contrariamente a lo que se decía en la época) se estaría
asistiendo, no a la desaparición, sino a la explosión de la escritura. Sin
embargo, la eficacia de su análisis se hallaba comprometida por el hecho de no
haber reconocido la esfera específica de los objetos sociales y de no haberla
distinguido de los objetos naturales. Que este haya sido su interés dominante
resulta con claridad del hecho de que los últimos veinte años de su reflexión
se haya concentrado en objetos como el don, el perdón, el testimonio, la
amistad, la responsabilidad. De este modo, no tiene mucho sentido querer
superar a Derrida en el plano de la desconstrucción, en cambio me parece más
que plausible querer integrarlo a la reconstrucción, y la teoría de la
documentalidad -que se propone articular en positivo los resultados y
presupuestos de esta explosión de la escritura- va precisamente en esta
dirección. Se trata, brevemente, de llevar a cabo tres actos reconstructivos:
primero, reconocer la esfera de los objetos sociales en cuanto distintos de los
objetos naturales; segundo, formular las leyes constitutivas de los objetos
sociales, o sea Objeto = acto inscripto, y desarrollar sus implicaciones;
tercero, elaborar una teoría y práctica del documento y de la realidad social[2].
De la documentalidad a
la intencionalidad
Llego a mi tercera y última
barbarización, que desarrolla el proyecto de la documentalidad y que consiste
en explicitar la idea de Derrida que concibe la letra como condición del
espíritu y como base de aquello que los filósofos llaman 'intencionalidad'. Por
cuanto atañe al espíritu, me parece una consideración sencilla de probar.
Pensemos en las llamadas 'religiones de libro': son las únicas religiones
universales (y que aspiran a la universalidad). Sin un libro, una buena nueva,
una carta, un decálogo, es difícil que una religión, es decir, aquello que es
concebido como el contenido espiritual por excelencia, pueda difundirse. Y de
hecho las religiones sin libro permanecen confinadas a la dimensión de los
cultos locales. Son religiones que no se pueden universalizar, que no pueden
transformarse en 'católicas', universales, globales. Y aquello que he dicho de
la religión se puede decir de los partidos políticos, de los sistemas
jurídicos, del mundo de la cultura en general, que no pueden prescindir de las inscripciones.
Desde este punto de vista, es como si toda la historia occidental no hubiese
esperado otra cosa que la globalización, lo que significa que es como si no
hubiese esperado otra cosa que esta explosión de la escritura y del registro.
Imagino no obstante cuál pueda ser la objeción: ¿cómo se puede concebir todo
este mundo de letras sin tener en cuenta que hay en nosotros algo -sea un alma,
un espíritu, una mente, una intencionalidad- que justamente dé vida a las
letras?
A este propósito querría intentar releer un experimento mental, aquél
de Searle sobre la "habitación china". Imaginemos una computadora que
tome los símbolos chinos, los confronte con una tabla, y responda de nuevo en
chino, y que lo haga tan bien que se pueda pensar que habla en chino. ¿Se puede
decir que la computadora entiende el chino? Searle sostiene que no en base a
este argumento: imaginemos que él mismo se mete en un gabinete interno de la
computadora, que recibe mensajes en chino, los confronta con una tabla de
traducción, y que responde con otros símbolos en chino. ¿Se diría que entiende
el chino? Searle sostiene, de nuevo y a su parecer con mayor razón, que no, por
tanto la comprensión es algo que excede las prestaciones de aquella máquina
para escribir y registrar que es la computadora. Yo diría que el experimento no
prueba demasiado, y no sólo porque mientras tanto las computadoras se han
convertido en demasiado pequeñas para contener a los profesores califomianos,
sino porque parece asumir que el pensamiento es solamente la enfática
experiencia de una mente que intenta interpretar.
Para Searle pensar significa interpretar: por una parte hay un alma,
que interpreta, por otrc\está el autómata, que manipula. Y sólo el alma piensa,
con un comportamiento que reclama filósofos que, en apariencia, están en las
antípodas del horizonte cultural de Searle. Por ejemplo Schleiermacher, que al
inicio del siglo XIX sostenía que no hay acto de comprensión sin
interpretación. O aún más, Heidegger, que un siglo después aseveraba que no
sólo el pensamiento, sino también la posibilidad de morir e incluso la posesión
de una mano constituyen una propiedad exclusiva del hombre, al punto que un
animal no piensa sino que es quizá -aunque Heidegger no se expresa en este
sentido- un autómata cartesiano; no muere, sino que fenece; y no tiene una mano
(incluso en el caso del simio antropomorfo) sino solamente una extremidad. No
se trata de una dependencia explícita, sino de una complicidad ambiental y de
un horizonte compartido que no comportan ninguna lectura directa. Pero en ambos
casos, ya sea con una retórica antitética, tiene lugar la misma operación: se
asume que el pensamiento sea una cosa determinada, que es posible sólo en los
hombres, y se concluye que sólo los hombres piensan. Quizá sin considerar que
aquella determinada prestación, por ejemplo la interpretación, no solo no está
necesariamente imposibilitada a los autómatas y a los animales, sino que
constituye una actividad esporádica incluso entre los humanos, que por tanto
pasarían la mayor parte del tiempo sin pensar.
Tomemos en cambio, en lugar del experimento de Searle, el de otro
americano ingenioso y ferviente creyente en los espectros, Poe, y su novela
Jugadores de ajedrez de Maelzel. También aquí había un autómata que parecía
saber jugar al ajedrez, pero después se descubre que había un enano escondido
en el aparato. Todos estaban sorprendidos de aquella máquina pensante, hasta
que a un cierto punto se descubre el engaño. Pero ya hace tiempo que tenemos
programas de computadora para jugar al ajedrez, y nadie pensaría que para poder
jugar de verdad al ajedrez con estos programas haga falta esconder un Searle en
la computadora. Searle probablemente objetaría que una cosa es jugar al
ajedrez, y otra pensar, pero de nuevo, me pregunto sobre qué base podría
hacerlo, porque lo que me pregunto es cómo se pueda jugar al ajedrez sin
pensar. Bien visto, el pensamiento del cual habla Searle no es otro que el
sueño de un espíritu viviente -de un Lebendige Geist [Espíritu de la
vida], habrían dicho los teóricos de la ciencia del espíritu del siglo
diecinueve -que se agita en la cabeza de los hombres de diversa manera a cómo
lo hace en la computadora. Ahora bien, se puede decir que a nosotros nos parece
que pensamos y que no sabemos si las computadoras o los animales piensan, pero
es un hecho que nosotros representamos nuestra mente (y no solo las
computadoras) como un soporte escritura! como una tabula. Searle podría
perfectamente manipular los signos y a través de este proceso llegar a los
significados que él comprende como 'pensamiento'. Pero esto no significa en
modo alguno que (como parece suponer) en su cerebro se agite un homúnculo
animado y voluntarioso que manipula los signos acompañándolo con un efecto
especial que él llama 'comprensión'.
Ese es el punto concíuyente de mi
reconstrucción, por lo que hace al sujeto. Los estructuralistas sostenían que
el sujeto era el resultado de un juego de textos e inscripciones. Parecía una
especie de Boutade [ocurrencia], o al menos una exageración, pero bien
visto es así: el espíritu deriva de la letra, o al menos la letra es la
condición de posibilidad el espíritu. En efecto, el yo, el sujeto de la pura
voluntad, a menudo interpretado como un primitivo independiente de cualquier
determinación empírica (es decir como un alma en el sentido cristiano del
término), como un homúnculo que se agita en nosotros, se presta sin embargo a
ser descripto como una tabla sobre la cual se escriben impresiones, roles y
pensamientos, y que justamente por fuerza de estas inscripciones deviene capaz
de iniciativas morales. Actuamos por imitación (las famosas neuronas espejo
sirven precisamente para eso, pero lo sabíamos incluso antes de las neuronas
espejo y se lo ve incluso sin ellas); esta imitación se inscribe en nuestra
mente a través de la educación y de la cultura; y en este punto nos volvemos
capaces de acciones morales. La espontaneidad y la creatividad que advertimos
en nosotros, el hecho de poseer contenidos mentales, ideas, y de referirnos a
alguna cosa en el mundo, no son resultados que contradigan en absoluto el hecho
de que el origen de todo esto hay que buscarlo en registros e inscripciones.
Desde luego, sentimos con gran vivacidad tener una vida mental que es nuestra,
en particular una vida moral, en la cual el homúnculo se impacienta, el
espectro nos atormenta. Ahora bien, esta vida y este tormento son auténticos,
lo cual no excluye que en el origen del homúnculo haya una tabula, un sistema
de inscripciones y registros. Querría ilustrarlo como conclusión con lo que
para mí es más que un ejemplo. Imaginemos un viejo teléfono amnésico, en tiempo
de los pre- contestadores automáticos y pre-teléfonos celulares. Sonaba, y si
no estábamos en casa, volvíamos y vivíamos felices y sin obligaciones. Ahora no
es más así. Hoy 'llamada no respondida' (así en la jerga) permanece registrada
en el teléfono, y esta llamada genera la obligación de responder, hace
estremecer el fantasma, genera la puntada del remordimiento (reza un verso de
Vittorio Sereni) que es "aquello que llamamos alma".
[1]
J. Habermas.
"Urbanisierung der Heideggerschen Provinz" (1979), ahora en Id., Philosophisch- politische Profile, Frankfurt/M., Suhrkamp 1981, pp.
392-401.
[2] Además
de a mi Documental! ta r Roma-Barí, Laterza 2009, reenvió,
para una presentación sintética, a la voz "Documentalitá" en
Wikipedia (http://itviikipedia.org/^iki/Documentalitá),
versión inglesa "Documentality" (htm://en.\\iMpedia.org/\\Tki/Documentalit\r).
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